Ayer amaneció un día espléndido en mi ciudad, de esos que invitan a dejarlo todo y echarse a caminar sin rumbo. Así lo hice: salí temprano y me encaminé hacia la zona de la playa. El paseo marítimo hervía de vida, como si todos hubiéramos sido convocados al mismo tiempo por una fuerza mayor.
Al llegar a un rincón que suelo frecuentar —un pequeño oasis de césped y palmeras, a resguardo del ruido constante— me desvié del gentío, destapé una cerveza sin alcohol, di un par de sorbos y me entregué al disfrute sencillo de no hacer nada. Al principio, estaba solo, como si el día me hubiera reservado ese instante. Más tarde, se acercó una chica y se sentó a leer, sin romper la armonía del lugar.
Pese al bullicio del paseo, allí se respiraba una calma apacible… hasta que un silbido rasgó el aire: FIUUUUUUUUUUUUUUUUUUU. Un frisbi pasó tan cerca de mi cerveza que casi vuelca la lata. Había llegado el tonto del perro, y por alguna razón cósmica decidió que el único espacio digno de su juego era justo donde yo descansaba.
Pensé: "Ya se dará cuenta." Pero no. Poco después, otro frisbi voló sobre la cerveza, seguido por el perro, que la sobrevoló con igual precisión. Suspiré. Al rato sentí un roce en la espalda: el perro reculaba, preparado para recibir el disco. Miré hacia atrás, incrédulo. El dueño gritó:
—“¡Cuidado, no te pegues a la gente!”
Ya no pude más. Me levanté y dije:
—“Perdona, no creo que esta sea la dirección más adecuada para lanzar el frisbi.”
—“¿El sitio es tuyo?” —replicó con rapidez, como quien lleva la respuesta afilada desde casa.
—“No, no lo es. Pero la diferencia es que yo no te estoy molestando, y tú sí a mí.”
(No mencioné al perro. Porque la culpa no era del animal, sino del humano que lo acompañaba.)
—“No veo que te hayamos molestado. Es solo un perro pequeño y el frisbi ni te ha tocado.”
—“Tu perro me ha tocado la espalda. Ha saltado por encima de mi cerveza. Y el frisbi me ha pasado rozando. ¿Debo esperar a que me golpees para que consideres que es una molestia?”
—“Es que yo no tengo por qué irme solo porque tú lo digas.”
—“Es que yo no te he pedido que te vayas, sino que no me molestes. Algo tan simple como lanzar el frisbi hacia la playa, donde no hay nadie.”
Tras algunos balbuceos entre los que flotaron insinuaciones poco amables, recogió a su perro y su disco volador, y se marchó a buscar otro sitio donde importunar a otros. Si la disputa hubiese seguido, tenía pensado recordarle que así no se educa a un perro —ni a nadie—: enseñándole a molestar, en lugar de enseñarle a convivir. Pero no, no tenía ganas de intercambiar ni una palabra más con ese subser.
Y ahora, queridos padres de niños pequeños que habéis llegado leyendo hasta aquí, haced el siguiente ejercicio: cambiad la palabra “dueño” por “padre”, “perro” por “niño de siete años”, y “frisbi” por “balón de reglamento”. Aplicad todo lo que pensabais hasta este momento de la historia del perro —que, por cierto, es inventada— a la escena real: un niño con un balón, ayer, en ese mismo oasis que buscaba ser refugio.
He recurrido a este rodeo narrativo porque, de otro modo, algunos no llegaríais a considerar que un niño —vuestro niño— también puede molestar. Esa empatía selectiva que muchos padres reservan exclusivamente para sus vástagos os impide ver lo evidente.
Unos tienen perro, otros tienen hijos. Algunos educan bien a sus perros e hijos. Y otros, simplemente, son gilipollas sociópatas.
Tengáis lo que tengáis —perro, niño o ambos—, la cuestión es sencilla: procurad no pertenecer al segundo grupo.
Que tengáis un buen día. Yo, al menos, ayer lo intenté.
Artículo publicado en: KillBait: Sobre la convivencia en espacios públicos y la educación: https://killbait.com/posts/post/3e4f8af4-5b02-4fe9-a9dd-371ec718a024